Arturo Pérez-Reverte "El soldado Vladimiro"
Una vez
conocí a un héroe. No era alto ni apuesto, ni le pusieron
medallas, ni salió en primera página de los periódicos, ni
en el telediario. Nadie aplaudió su hazaña, y ni los
políticos ni los generales ni los mangantes que explotan en su provecho
las virtudes ajenas hicieron discurso al respecto. Se llamaba –espero que se llame
todavía– soldado Vladimiro. Tenía veinte años y se ocupaba de la ametralladora
de 12,70 de un blindado de los cascos azules españoles en Bosnia
central. De soldado tenía lo justo: no le gustaba la guerra, ni la vida
militar. Se había alistado por si se presentaba la ocasión de ver
mundo. Después pensaba regresar a la vida civil y estudiar idiomas. Eso,
precisamente, lo convertía en un elemento valioso para sus jefes y
compañeros legionarios: hablaba un poco de ruso, que es al bosnio lo que
el castellano al portugués. Por eso estaba asignado al BMR del coronel
Morales, el jefe de la agrupación Canarias.
Vladimiro era uno de esos soldados vivos y listos que se buscan la vida como
nadie, que se esfuman de pronto y, cuando todos creen que han desertado,
reaparecen con dos gallinas y una hogaza de pan para sus compañeros.
Allí, en el valle del Neretva, Vladimiro llevaba niños en brazos,
repartía tabaco a los ancianos, daba sus raciones de campaña a
las mujeres que lloraban junto a los escombros de sus hogares. Y yo vi de
noche, cuando se hallaba de centinela, acercársele la gente agradecida
para traerle un trozo de pan, una taza de té, incluso una desvencijada
hamaca para que pudiera hacer sentado su turno de guardia.
Una noche el soldado Vladimiro fue un héroe, aunque posiblemente ni
siquiera él mismo lo sepa. Intenten imaginar el cuadro: oscuridad,
disparos de francotiradores, trazadoras que pasan recortando esqueletos negros
de edificios. Hay tensión en el ambiente, y por uno de esos azares de la
guerra, aquellos a quienes los legionarios vinieron a socorrer se convierten,
de pronto, en adversarios. El coronel Morales, que manda la columna, decide ir,
solo, al puesto de mando bosnio para solucionar la crisis. Eso es meter la
cabeza en la boca del lobo; en medio de enorme confusión, entre
musulmanes armados y muy nerviosos, el coronel ordena por radio a su segundo,
un comandante, tomar el mando si no regresa. Vladimiro se ofrece a
acompañarlo, pero Morales le ordena permanecer a cubierto en el BMR.
Después se aleja en la oscuridad, rodeado de amenazadores milicianos.
Y es entonces cuando el soldado Vladimiro se remueve inquieto, y en la penumbra
interior del blindado nos mira a los que estamos dentro. Sus ojos reflejan un
pensamiento: no se trata de que el coronel le caiga bien o mal. Simplemente es
su coronel, y le avergüenza verlo irse solo.
De pronto, lo vemos mover la cabeza como si acabara de tomar una
decisión. Precipitadamente, con nerviosismo, se mete dos granadas en los
bolsillos. Requiere un Cetme y comprueba el cargador.
–No, si ya verás –murmura como
para sus adentros, mientras amartilla el arma–, ¡Esta
noche nos van a inflar a hostias!
Le tiemblan las manos y la voz. Pero aun así, con esas manos que le
tiemblan, abre el portillo del blindado, se cala el casco, aprieta los dientes
para morderse el miedo y echa a correr en la oscuridad detrás de su
coronel. Cuando una hora más tarde Morales sale del puesto de mando de
la Armija, lo encuentra sentado en las sombras de la escalera, con el Cetme en
la mano, esperándolo. Entonces el coronel, que es un legionario bajito, duro
y con mala leche, le echa una bronca tremenda por incumplir sus órdenes.
Después se encamina hacia la columna de vehículos, siempre
escoltado por su tirador, que le sigue cabizbajo.
–¡La próxima vez que desobedezcas una
orden te voy a meter un paquete que te vas a cagar, Vladimiro! –le dice. Después, el coronel se detiene y,
aún con gesto hosco, saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno. Y
mientras lo hace disimula una sonrisa en un extremo de la boca.
Ocurrió exactamente así. No sé qué otras cosas
buenas o malas hará Vladimiro el resto de su vida. Pero aquella noche,
en Bosnia central, su coronel le ofreció un cigarrillo y yo me
prometí dedicarle este artículo. Hoy, supongo, habrá
regresado ya a España. Y tal vez, cuando entre en la discoteca de su
pueblo -es flaco y con granos en la cara- las chicas, que prefieren a los
guaperas apuestos, a los bailones que marcan paquete, ni siquiera se fijen en
él.
¡Qué sabrán ellas!... ¿Verdad, Vladimiro?
XL Semanal, 31 de
octubre de 1993